viernes, 4 de julio de 2008

Cuando es la hora de hacerse a la mar

Juan era un enamorado del mar. De la estrecha relación que mantuvo con él hay innumerables huellas y signos en su vida y en su obra. En el blog irán sucesivamente apareciendo muchos de ellos, configurando un mosaico que intenta mostrar cómo este mar, entorno de peso incuestionable en la forma de ser de los ceutíes, fraguó en el escritor una manera especial de relacionarse con la vida, una cosmovisión particular, tejida con el ideal de los espacios abiertos, la música del oleaje o el silencio, el amor a la libertad, la adversidad compartida y vencida, que traba con nudos expertos la amistad desinteresada, la eterna espera y la permanente esperanza y, como no podía ser de otro modo, la búsqueda de la isla perdida, la Ítaca personal, la otra orilla, aquella en la que la ansiada felicidad es finalmente encontrada -o reencontrada-.
Como primera muestra de este vínculo del que les hablamos, recogemos un fragmento de uno de sus cuentos, titulado Cuando es hora de hacerse a la mar, publicado en 1987 dentro de una recopilación de cuentos de Juan titulada Relatos, edición realizada por el Excelentísimo Ayuntamiento de Ceuta.

Siempre quise ser marino -seguía diciéndome- pero mi padre se empeñó en que trabajase junto a él en su negocio, y le obedecí. Pero nunca dejé de vagar por los muelles del puerto, cada tarde que podía. ¡Los barcos me obsesionaban!... Cuando me acercaba a ellos, todos los sentidos se me excitaban con una rara voluptuosidad: aspiraba sus olores, a brea, a maderas recien pintadas, a hierros engrasados y a maromas húmedas; escuchaba aténtamente cada ruido de a bordo como el animal que en medio del bosque escucha inmóvil el susurro del viento por entre la enramada y cada leve pisada en la hojarasca, así el tembloroso retumbar de las máquinas, los crujidos secos del casco, pasos, voces, hasta ese silencio de soledad que se percibe en un barco cuando todo a bordo se paraliza y sólo queda allí un marinero que dormita; contemplaba con arrobo las proas agresivas y las popas orondas con los nombres de lejanos puertos; recorría con la mirada los costados tachonados de escotillones, y si por ventura descubría uno que se había quedado abierto, escudriñaba a través de él, como si la sola visión del interior de un camarote o de un simple pasillo me integrase ya en aquel mundo que tanto había deseado desde que era un niño y contemplaba barcos desde la ventana de mi casa.
(...) Otras tardes llegaba hasta el varadero; allí había siempre pequeños barcos de cabotaje, reparando averías o sometidos a trabajos de limpieza o pintura... ¿Usted no se ha parado nunca a mirar un barco cuando está fuera del agua?... Esa es la única manera de poder contemplar plénamente toda su figura: la potente quilla, la ampulosidad del casco, tan semejante a un enorme vientre, el suave resbalamiento de la proa bajo las amuras y de la popa hacia el codaste, y por arriba las cubiertas, el puente, los palos, todo como un castillo roquero que no se alzase sobre ninguna roca ni ningún suelo... ¡algo etéreo en cierto modo!... Yo creo que hasta es posible imaginarle un cierto erotismo: sin el velo púdico del agua, un barco se ofrece a la mirada en toda sus espléndida desnudez y hay en él algo así como una incitación a la caricia; no resulta absurdo imaginarle entonces una inquietante animalidad, ¿no le parece?...

[La foto: Juan navegando por las aguas de Ceuta, acompañado por dos de sus hijos, en fecha indeterminada pero que creemos próxima a 1961. Autor desconocido.]

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